Hace un año más o menos leí un libro de un filósofo que decidió pasar dos temporadas absolutamente abocado a su jardín. Habla del la flor del jazmín, de la del cerezo, de unas campanillas de nieves, de las avellana, del narciso y la magnolia. Así como yo podría hablar de la flor de espinillo, la del chañar, la brea, la vara dorada y preguntarme por qué todas las flores en este lado de la tierra son amarillas. Así amarillas como el color más lindo del mundo.
"Desde que trabajo en el jardín percibo el tiempo de manera distinta" dice -como si entendiera que “humano” viene de "humus", y que humus significa tierra- y sin pausa continua: "Transcurre mucho más lentamente. Se dilata. Me parece que falta casi una eternidad hasta que llegue la próxima primavera" y acá parece cierto, mi jardín también tiene su propio tiempo, del que no puedo disponer. Cada planta tiene su propio tiempo específico. En el jardín se entrecruzan muchos tiempos específicos.
Este año estuvo repleto de los procesos lentos-rápidos. Los más específicos que viví en mi tiempo. Mi propio transplante empezó a echar raíces, un final que llego más rápido de lo imaginado, un amor que me abraza todos los días lento, desparramando tiempo. Hubo muchos días de paciencia, espera y silencio. Hoy tenemos mucho que decir, mucho que comunicar, qué difícil callarnos. Mi jardín en el monte es un lugar del silencio, ejército la escucha.
La jardinería en el monte duele, salva, ordena, procesa, pincha y muerde. Pero en el jardín entiendo sobre esa lentitud: la caída de una hoja, el saludo de un brote, la gota que se amarra, así como una caricia, un globo o un beso, todas cosas que deben ir lento.
Este año fue el más corto y lento que nunca, o más rápido y largo, la verdad no lo entiendo, pero por suerte no importa para donde vaya el tiempo porque la primavera ha vuelto.
*El libro es: "Loa a la tierra" de Byung-Chul Han.
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