¿Sentimos o evitamos?
No estamos acostumbrados a sentir. Cuando alguien
nos pregunta «¿cómo estás?», podríamos contar nuestro abanico de
respuestas con los dedos de una mano. Existen decenas de emociones que
describen nuestro estado de ánimo, pero acostumbramos a tener un
vocabulario demasiado limitado. Al tratar de expresar cómo nos sentimos,
la mayor parte de las veces decimos «bien», «mal», «cansado»,
«estresado», y poco más. Ésta es una de las razones por la que nos resulta tan difícil entender lo que nos pasa –porque la mayoría de veces ni siquiera disponemos de las palabras para nombrarlo.
Las emociones, directrices de nuestra conducta, dependen de los sucesos más ordinarios de nuestra rutina: nos
entristece no recibir la atención que necesitamos, nos frustra que no
nos comprendan, nos alegra que nos digan «me gustas» y nos estimula
escuchar una canción o disfrutar de una buena lectura. Pero si
queremos entender cómo nos sentimos frente a un determinado
acontecimiento, también debemos tener en cuenta el peso de nuestras experiencias vitales: la
pérdida de un ser querido, las críticas de nuestros profesores,
el miedo a que nos abandonen, el rechazo de nuestros padres, etc. Todos
estos procesos están en la base de nuestro estado de ánimo, y aunque no
sepamos verlos ni etiquetarlos, condicionan nuestra actitud en todo
momento. Por eso detrás de un “estoy bien” a menudo se esconde tanto.
Si estamos atentos y nos permitimos experimentar nuestras emociones,
podemos vivenciarlas y procesarlas con naturalidad; pero cuando no las
digerimos adecuadamente, se acumulan en nuestro cuerpo y se enquistan en
nuestra mente. Con el tiempo, sentimientos como la tristeza, el desdén o
la frustración pueden volverse cotidianos… Y al no poder entenderlos ni
saber señalarlos, nos resulta mucho más fácil evitarlos.
¿Cómo escapamos del dolor?
La evitación es un fenómeno constante en nuestras vidas. Las personas
dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo a actividades que no están
relacionadas con experimentar nuestros sentimientos, sino que persiguen alejarnos de ellos: ver la televisión, quedar con nuestros amigos, trabajar, salir de compras, hacer deporte, etc.
Aunque todos estos hábitos sean perfectamente saludables, a menudo hacemos un mal uso de ellos: los
utilizamos para refugiarnos de nuestros miedos, nuestro dolor, nuestra
frustración, así como de otros muchos sentimientos que no sabemos
gestionar adecuadamente. Estos sentimientos nos condicionan igualmente, pero al no saber comprenderlos, tratamos de evitarlos centrando nuestra atención en algo más sencillo, más controlable o más placentero. Pongamos algunos ejemplos.
· Las redes sociales constituyen una magnífica forma de evitar. Cuando observamos las vidas ajenas nos alejamos de la nuestra, experimentando una falaz sensación de compañía y bienestar.
· Existen matrimonios que sólo se sostienen porque pasan la mayor parte de sus vidas sin verse. Se trata de relaciones que “funcionan” porque evitan enfrentarse a los conflictos mediante ocupaciones que absorben todo su tiempo y su energía.
· Hay gente solitaria que es incapaz de entablar y
mantener relaciones sólidas con los demás. Al tener una carencia de
afecto que no saben cómo resolver, evitan el dolor jugando a videojuegos durante casi todo el tiempo.
· Muchas personas se obsesionan con el trabajo para evitar pensar en los problemas que surgen en su familia.
Dedican sus esfuerzos a una actividad que saben desempeñar, porque no
se ven capaces de manejar las situaciones que se plantean en su hogar.
· En un universo tan desconocido, injusto e
incierto, la religión ofrece respuestas y consuelo. No es de extrañar
que haya tantas personas que se aferren a ella para evitar la angustia que les produce su propia existencia.
· Es muy difícil reparar una carencia de autoestima. Por eso hay quienes prefieren ir al gimnasio compulsivamente, tratando de resolver un conflicto interno mediante cambios superficiales en su cuerpo.
· Al romper con nuestra pareja y experimentar dolor por la pérdida, es muy habitual que tratemos de evadirnos emborrachándonos, saliendo de fiesta o acostándonos con otras personas.
· Cuando coincidimos con un conocido en el tren o en el ascensor, hablamos sobre temas irrelevantes para evitar la incomodidad que nos produce quedarnos en silencio.
La lista podría continuar infinitamente. Si pensamos detenidamente en la extensión de este problema, nos encontramos ante uno de los principales dilemas de la psicología humana.
Estamos tan alejados de las emociones que dirigen nuestro
comportamiento, que ni siquiera entendemos por qué nos comportamos como
lo hacemos.
En consecuencia, desarrollamos actividades que nos mantienen entretenidos u ocupados, pero que rara vez atienden a nuestras auténticas necesidades como seres humanos.
El resultado es una sociedad enajenada, compuesta por individuos
neuróticos cuya única obsesión es encontrar un entretenimiento que les
absorba lo suficiente como para seguir escapando de sí mismos.
¿Por qué evitamos?
Los sentimientos son el resultado de una inmensa cantidad de circunstancias: nuestros
miedos e inseguridades, nuestros conflictos no resueltos, nuestras
circunstancias pasadas y presentes, nuestras expectativas y deseos. Para
poder entender cómo reaccionamos ante cualquier suceso, tenemos que
tener en cuenta estos y otros muchos elementos.
Por ejemplo: cuando salimos de una relación después de mucho tiempo, no sólo nos sentimos dolidos por la ruptura;
también nos preocupa volver a sentirnos “solos”, la posibilidad de no
encontrar otra persona que nos entienda, los cambios que tendrán lugar
en nuestro círculo, etc. Comprender y digerir todos estos sentimientos
es muy complicado, por lo que preferimos buscar soluciones externas que apacigüen nuestro dolor –ya sea mediante nuestros amigos, las drogas, las redes sociales, el trabajo o la religión.
Nuestra sociedad tiene mucho de culpa en este proceso al no habernos proporcionado ningún tipo de educación emocional. Lidiar con los conflictos que nos plantean nuestra familia, nuestra
pareja o nuestros amigos nos supone un esfuerzo enorme: tenemos que
entender su perspectiva, ¡cuando ni siquiera tenemos palabras para
describir la nuestra! Es mucho más fácil evitar. Mirar hacia otro lado –apartar la vista del dolor y ocupar la mente haciendo algo más placentero.
Pero el dolor no se puede evitar: sólo aplazar. Si no
dialogamos con nuestros problemas, terminarán volviendo y golpeándonos
con más fuerza. Tenemos que pararnos a experimentar y comprender
nuestras emociones, o continuaremos cargando con ellas durante el resto de nuestras vidas.
Psicólogo, magistrado en Psicopatología Clínica, Universidad Autónoma de Barcelona.
───────»♣ ☆ ♡ ☆ ♣«───────