Cuando estamos identificados con el ego solemos darle demasiada importancia a lo de fuera. Esencialmente porque nos sentimos insatisfechos por dentro. El yo ilusorio nos hace creer que dejaremos de sufrir cuando consigamos lo que deseamos. Paradójicamente, el deseo y el apego son la raíz desde donde se originan el miedo, la ansiedad y el sufrimiento. Y todo porque estamos convencidos de que necesitamos eso que deseamos para ser felices.
La ironía es que cuanto mayor es nuestro deseo-apego, más alejamos la felicidad de nosotros. No en vano, el deseo enseguida se transforma en una expectativa. Y dado que esta suele no cumplirse termina convirtiéndose en frustración. De ahí que cuanto más deseamos, más infelices nos volvemos. A su vez, cuanto más nos apegamos a lo que tenemos, más miedo tenemos de perderlo. Esta es la razón por la que el apego es fuente de tensión, angustia y preocupación. Y no solo eso. El deseo-apego también nos instala en la queja permanente, pues efectivamente la vida no suele darnos lo que queremos.
Vivir despiertos pasa por darnos cuenta de que el deseo de querer ser felices causa desdicha. Y que somos prisioneros de cualquier persona, cosa o situación de la que dependamos para sentirnos bien con nosotros mismos. No en vano, el deseo-apego es incolmable por definición. De ahí que nos encierre en la cárcel de la insatisfacción crónica. La verdadera libertad y satisfacción devienen cuando lo trascendemos.
Fragmento extraído del libro
"Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos".
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