En mi caso, ese primer destello de conciencia
se manifestó siendo estudiante de
primer año en la
Universidad de Londres. Solía tomar el metro dos veces a la
semana para ir a la biblioteca de la universidad, generalmente a eso de las
nueve de la mañana, terminando la hora de la congestión. Una vez me senté al
frente de una mujer de unos treinta años. La había visto otras veces en el
mismo tren. Era imposible no fijarse en ella. Aunque el tren estaba lleno,
nadie ocupaba los dos asientos al lado de ella, sin duda porque parecía
demente. Se veía extremadamente tensa y hablaba sola sin parar, en tono fuerte
y airado. Iba tan absorta en sus pensamientos que, al parecer, no se daba
cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Llevaba la cabeza inclinada hacia
abajo y ligeramente hacia la izquierda, como si conversara con alguien que
estuviera en el asiento vacío de al lado. Aunque no recuerdo el contenido exacto de su monólogo, era algo así:
"Y entonces ella me dijo... y
yo le contesté que era una mentirosa y cómo te atreves a acusarme... cuando
eres tú quien siempre se ha aprovechado de mi... Confié en ti y tú
traicionaste mi confianza...". Tenía el tono airado de alguien a quien se
ha ofendido y que necesita defender su posición para no ser aniquilado.
Cuando el tren se aproximaba a la estación de Tottenham Court
Road, se puso de pie y se dirigió a la
puerta sin dejar de pronunciar el
torrente incesante de palabras que salían de su boca. Como era también mi parada, me bajé del tren detrás de ella. Ya en la
calle comenzó a caminar hacia Bedford Square, todavía inmersa en su diálogo imaginario, acusando y afirmando
rabiosamente su posición. Lleno de curiosidad, la seguí mientras continuó en
la misma dirección en la que yo debía ir. Aunque iba absorta en su diálogo
imaginario, aparentemente sabía cuál era su destino. No tardamos en llegar a la estructura imponente de Senate House, un edificio de
los años 30 en el cual se alojaban las oficinas administrativas y la biblioteca de la Universidad. Sentí
un estremecimiento. ¿Era posible que nos dirigiéramos para el mismo sitio?
Exactamente, era hacia allá que se dirigía. ¿Era profesora, estudiante,
oficinista, bibliotecaria? Iba a unos veinte pasos de distancia de tal manera
que cuando rebasé la puerta del edificio (el cual fue, irónicamente, la sede de
la "Policía de la mente" en la versión cinematográfica de 1984, la
novela de George Orwell), había
desaparecido dentro de uno de los ascensores.
Me sentí desconcertado con lo que venía de
presenciar. A mis 25 años sentía que era un estudiante maduro en proceso de
convertirme en intelectual y estaba convencido de poder dilucidar todos los
dilemas de la existencia humana a través del intelecto, es decir, a través del
pensamiento. No me había dado cuenta de que pensar inconscientemente es el
principal dilema de la existencia humana.
Pensaba que los profesores eran sabios poseedores de todas las respuestas y que la Universidad era el templo del conocimiento. ¿Cómo podía una demente como ella formar
parte de eso? Seguía pensando en ella
cuando entré al cuarto de baño antes de dirigirme a la biblioteca. Mientras me
lavaba las manos, pensé, "Espero
no terminar como ella". El hombre que estaba a mi lado me miró por un
instante y me sobresalté al darme cuenta de que no había pensado las palabras
sino que las había pronunciado en voz alta. "Por Dios, ya estoy
como ella", pensé. ¿Acaso no estaba tan activa mi mente como la de ella?
Las diferencias entre los dos eran mínimas. La emoción predominante era la ira,
mientras que en mi caso era principalmente la ansiedad. Ella pensaba en voz
alta. Yo pensaba, principalmente, dentro de mi cabeza. Si ella estaba loca,
entonces todos estábamos locos, incluido yo mismo. Las diferencias eran
solamente cuestión de grado.
Por un momento pude distanciarme de mi mente y
verla, como quien dice, desde una perspectiva más profunda. Hubo un paso breve
del pensamiento a la conciencia. Continuaba en el cuarto de baño, ya solo, y me
miraba en el espejo. En ese momento en que pude separarme de mi mente, solté
la risa. Pudo haber sonado como la risa de un loco, pero era la risa de la
cordura, la risa del Buda del vientre grande. "La vida no es tan seria
como la mente pretende hacérmelo creer", parecía ser el mensaje de la
risa. Pero fue solamente un destello que se olvidaría rápidamente. Pasaría los
siguientes tres años de mi vida en un estado de angustia y depresión,
completamente identificado con mi mente. Tuve que llegar casi hasta el suicidio
para que regresara la conciencia y, en esa ocasión, no fue apenas un destello.
Me liberé del pensamiento compulsivo y del yo falso ideado por la mente.
El incidente que acabo de narrar no solamente
fue mi primer destello de conciencia, sino que también sembró en mi la duda
acerca de la validez absoluta del intelecto humano. Unos meses más
tarde sucedió una tragedia que acrecentó mis dudas. Un lunes llegamos temprano en la mañana para asistir a la
conferencia de un profesor al que admiraba profundamente, sólo para enterarnos
de que se había suicidado de un disparo durante el fin de semana. Quedé
anonadado. Era un profesor muy respetado, quien parecía tener todas las
respuestas. Sin embargo, yo todavía no conocía ninguna otra alternativa que no
fuera cultivar el pensamiento. Todavía no me daba cuenta de que pensar es
solamente un aspecto minúsculo de la conciencia y tampoco sabía nada sobre el
ego y menos aún sobre la posibilidad de detectarlo en mi interior.
CONTENIDO Y ESTRUCTURA
DEL EGO
La mente egotista está completamente condicionada
por el pasado. Su condicionamiento es doble y consta de contenido y estructura.
Para el niño que llora amargamente porque ya no
tiene su juguete, éste representa el contenido. Es intercambiable con cualquier
otro contenido, otro juguete u objeto. El contenido con el cual nos
identificamos está condicionado por el entorno, la crianza y la cultura que nos
rodea. El hecho de que sea un niño rico o pobre, o que el juguete sea un trozo de madera en forma de animal o un aparato
electrónico sofisticado no tiene importancia en lo que se refiere al sufrimiento
provocado por su pérdida. La razón por la que se produce ese sufrimiento agudo
está oculta en la palabra "mío" y es estructural. La compulsión
inconsciente de promover nuestra identidad a través de la asociación con un
objeto es parte integral de la estructura misma de la mente egotista.
Una de las estructuras mentales básicas a través de
la cual entra en existencia el ego es la identificación. El vocablo
"identificación" viene del latín "ídem" que significa
"igual" y "facere" que significa "hacer". Así,
cuando nos identificamos con algo, lo "hacemos igual".
¿Igual a qué? Igual al yo. Dotamos a ese algo de un sentido de ser, de tal manera que se convierte en parte de nuestra
"identidad". En uno de los niveles más básicos de identificación
están las cosas: el juguete se convierte después en el automóvil, la casa, la
ropa, etcétera. Tratamos de hallarnos en las cosas pero nunca lo logramos del
todo y terminamos perdiéndonos en ellas. Ese es el destino del ego.
Quienes trabajan en la industria de la
publicidad saben muy bien que para vender cosas que las personas realmente no
necesitan deben convencerlas de que esas cosas aportarán algo a la forma como
se ven a sí mismas o como las perciben los demás, en otras palabras,
que agregarán a su sentido del ser. Lo hacen, por ejemplo, afirmando que podremos sobresalir entre la
multitud utilizando el producto en cuestión y, por ende, que estaremos
más completos. O crean la asociación
mental entre el producto y un personaje famoso
o una persona joven, atractiva o aparentemente feliz. Hasta las fotografías
de las celebridades ancianas o fallecidas cuando estaban en la cima de sus carreras cumplen bien con ese propósito. El supuesto
tácito es que al comprar el producto llegamos, gracias a un acto mágico
de apropiación, a ser como ellos o, más bien, como su imagen superficial. Por tanto, en muchos casos no compramos un producto
sino un "refuerzo para nuestra identidad". Las etiquetas de los
diseñadores son principalmente identidades colectivas a las cuales nos
afiliamos. Son costosas y, por tanto, "exclusivas". Si estuvieran al
alcance de todo el mundo, perderían su valor psicológico y nos quedaríamos
solamente con su valor material, el cual seguramente equivale a una fracción
del precio pagado.
Las cosas con las cuales nos identificamos
varían de una persona a otra de
acuerdo con la edad, el género, los ingresos, la clase social, la moda, la
cultura, etcétera. Aquello con lo cual nos identificamos tiene relación con el
contenido; por otra parte, la compulsión inconsciente por identificarse es
estructural. Esta es una de las formas más elementales como opera la mente
egotista.
Paradójicamente, lo que sostiene a la llamada
sociedad de consumo es el hecho mismo de que el intento por reconocernos en las
cosas no funciona: la satisfacción del ego dura poco y entonces continuamos
con la búsqueda y seguimos comprando y consumiendo.
Claro está que en esta dimensión física en la cual habita nuestro ser superficial, las cosas son necesarias y son
parte inevitable de la vida. Necesitamos vivienda, ropa, muebles, herramientas,
transporte. Quizás haya también cosas que valoramos por su belleza o sus
cualidades inherentes. Debemos honrar el mundo de las cosas en lugar de
despreciarlo. Cada cosa tiene una cualidad de Ser, es una forma temporal
originada dentro de la Vida
Única informe fuente de todas las cosas, todos los cuerpos y todas las formas.
En la mayoría de las culturas antiguas se creía que todas las cosas, hasta los
objetos inanimados, alojaban un espíritu y, en este sentido, estaban más cerca
de la verdad que nosotros. Cuando se vive en un mundo aletargado por la
abstracción mental, no se percibe la vida del universo. La mayoría de las
personas no viven en una realidad viva sino conceptualizada.
Pero no podemos honrar realmente las cosas si
las utilizamos para fortalecer nuestro ser, es decir, si tratamos de
encontrarnos a través de ellas. Eso es exactamente lo que hace el ego. La identificación
del ego con las cosas da lugar al apego y la obsesión, los cuales crean a su
vez la sociedad de consumo y las estructuras económicas donde la única medida
de progreso es tener siempre más. El deseo incontrolado de tener más, de crecer
incesantemente, es una disfunción y una enfermedad. Es la misma disfunción que
manifiestan las células cancerosas cuya única finalidad es multiplicarse sin
darse cuenta de que están provocando su propia destrucción al destruir al
organismo del cual forman parte. Algunos economistas están tan apegados a la
noción de crecimiento que no pueden soltar la palabra y entonces hablan de
"crecimiento negativo" para referirse a la recesión.
Muchas personas agotan buena parte de su vida en la
preocupación obsesiva por las cosas. Es por eso que uno de los males de
nuestros tiempos es la proliferación de los objetos. Cuando perdemos la
capacidad de sentir esa vida que somos, lo más probable es que tratemos de
llenar la vida con cosas. A manera de práctica espiritual, le sugiero
investigar su relación con el mundo de las cosas observándose a si mismo y, en
particular, observando las cosas designadas con la palabra "mi". Debe
mantenerse alerta y ver honestamente si su sentido de valía está ligado a sus
posesiones.
¿Hay cosas que inducen una sensación sutil de importancia o
superioridad?
¿Acaso la falta de esas cosas le hace sentir inferior a otras
personas que poseen más que usted?
¿Menciona casualmente las cosas que posee o
hace alarde de ellas para aparecer superior a los ojos de otra persona y, a
través de ella, a sus propios ojos?
¿Siente ira o resentimiento cuando alguien
tiene más que usted o cuando pierde un bien preciado?.
Extracto del Libro "Una Nueva Tierra" de Eckhart Tolle.
Foto: Miao headdress de Les meilleures photos du monde.
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"Detrás de la Voz de tu Mente"
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"Cómo Creamos la Realidad"
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"El Poder del Ahora"
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"Los Pensamientos Ya No Me Controlan"
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"Detrás de la Voz de tu Mente"
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"Cómo Creamos la Realidad"
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"El Poder del Ahora"
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"Los Pensamientos Ya No Me Controlan"
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