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"Nuestra civilización se muere porque no quiere cambiar.
Y para evitar los cambios están los administradores del miedo..."
Terminan las vacaciones, y muchas decisiones de cambio se toman en estos días. Algunos deciden cambiar de trabajo, otros cambian de colegio. Muchos quieren cambiar su auto, su casa, su computador. Hay quienes quieren cambiar de look. No pocos o pocas quisieran tal vez cambiar de pareja (está de moda), o de sexo. O de AFP. En pocos días más, hay cambio de gobierno. “La vida es puro cambio”, dijo hace mucho tiempo Heráclito, “el oscuro”, que era claro como el agua de un río. Pero, ¿son los cambios de colegio, de trabajo, de auto, de pareja, de computador y de casa verdaderos cambios, o más bien operaciones maquillaje de nuestro viejo y astuto “ego” para hacernos creer que cambiamos?“Que todo cambie para que todo siga igual”, es la frase acuñada en esa gran novela que es “El Gatopardo”. Hay personas “gatopardescas” y países “gatopardescos”, como Italia, por ejemplo, que cambian de primer ministro como quien cambia de camisa, para que al final todo siga igual. Por eso mismo, la palabra “cambio” está tan gastada, tan desprestigiada. Es una palabra comodín de los políticos y los publicistas. ¿Cómo reconocer cuándo estamos ante un cambio genuino? El verdadero cambio, cuando llega, nos quema por dentro, nos expone a un proceso de destilación, de depuración, de alquimia o metamorfosis que no tiene que ver con un simple maquillaje o una “manito de gato” para mejorar la fachada. Porque el cambio tiene que ver con la muerte, esa a la que tanto tememos, pero que está siempre actuando en nosotros desde el momento mismo que respiramos. Inspiramos y expiramos todo el santo día: la mariposa de la muerte aletea sin cesar en nuestra nariz.
Desde antiguo se habla de “cambio de piel”, eso lo aprendimos de las serpientes. Cambiar no es simplemente cambiarse de ropa, es desollarse vivo. Y por eso duele. Pero, después del dolor inevitable que conlleva el perder la piel vieja, nos visitan la alegría y el entusiasmo que están a solo unos pasos de la angustia, inevitable en cualquier cambio verdadero. Pienso en Gauguin, que fue a comprar el pan y no volvió nunca más, o en Sidarta Gautama abandonando el palacio familiar antes de convertirse en Buda, o en Rimbaud embarcándose a África. Ellos dieron saltos abruptos, ellos quemaron las naves. Pero a veces los cambios son metamorfosis más armoniosas: como la de Dafne, la muchacha que huyó del dios para convertirse en laurel.
Se ha dicho que nuestra época es un tiempo de cambios vertiginosos. En apariencia, sí, pero toda las agitaciones y convulsiones externas no parecen sino variaciones de lo mismo. El gran cambio que nuestro mundo necesita con urgencia es un cambio planetario de Conciencia, y esto ya no es clisé o consigna new age, pues estamos hablando de sobrevivencia, de factibilidad de seguir coexistiendo juntos. La pura política o la pura economía ya no dan el ancho para resolver los dilemas del presente del hombre sobre la tierra. Esto lo saben desde grandes personalidades (como el Dalai Lama o el Papa), hasta seres anónimos que están ya haciendo cambios radicales en sus vidas.
Los cambios más difíciles son los cambios interiores, porque requieren de mucho más coraje y más decisión que tomarse la Bastilla o asaltar el Palacio de Invierno. Estamos instalados en la gran cobardía, cooptados por la dictadura silenciosa de Lo Mismo. Y nuestra civilización se está muriendo por dentro, porque no quiere cambiar de verdad. Y para evitar los cambios están los administradores del miedo. Pero no escuchemos los cantos de sirena de los que “sentaron cabeza”, escuchemos mejor a ese gran peregrino que fue Rilke:
“Desea el cambio
Oh, sé entusiasta de la llama (...)
Lo que se encierra en la permanencia ya está petrificado
¿es que se cree seguro al amparo del gris anodino?(...)
Dafne, la transformada
desde que se siente laurel quiere que tú te conviertas en viento”.
¿Quién dijo que era tarde para aprender de las serpientes y las mariposas?
Cristián Warnken.
Fuente: www.elmercurio.com