lunes, 10 de enero de 2011

“Yo no valgo nada”


Cada mañana, al despertar, me lleno de alegría por estar aún vivo, encarnado en un ser humano. Que mi hogar sea un universo infinito, y que mi espíritu sea tan infinito como ese universo, es un milagro que no ceso de agradecer a ese impensable que llamamos Dios. Su energía la siento en cada ser, en cada cosa, en cada centímetro de mi cuerpo y en el centro de mi espíritu como un vertiente luminosa… Atravesé gran parte de mi vida sumergido en la tristeza, buscando el amor en los otros pero sin amarme a mí mismo. Cuando creí haber triunfado socialmente y, sin perder la habitual angustia, me envanecí, una humilde lectora de cartas me dijo: “Usted, señor, aún no se ha encontrado a sí mismo. ¡Qué lástima que se pierda ese regalo!”. Mi orgullo se sintió golpeado. Luego acepté y comencé mi búsqueda. La siguiente fábula quizás pueda ser útil para quienes sin cesar se dicen “Yo no valgo nada”:

Un violento remezón sacudió el cielo y por su causa, una estrella se desprendió y fue a caer a las profundidades del océano. El astro no era orgulloso y le daba lo mismo vivir arriba o abajo y como su explosión interna era incesante, a pesar del agua, continuó brillando como siempre. Su luz invadió la lóbrega oscuridad del fondo. Los peces pudieron, por primera vez, verse tal cual eran. Y eso no les gustó: la comparación con la estrella era inevitable y al lado de esa inmensa fuente sus cuerpos y almas parecían minúsculos. Plenos de furia y envidia, tragaron lodo y se lanzaron contra la extranjera para vomitar y cubrirla de una capa espesa que opacó su alegre resplandor. La estrella, al verse así, olvidando que era emisaria del cielo, comenzó a despreciarse a sí misma y sintió que no valía nada puesto que la razón de su existir era alumbrar el camino de los demás. Se ocultó, inmóvil, en una cueva. Atraídos por la hediondez del barro, poco a poco fueron llegando animales repulsivos que se pegaron a ella. Esta situación duró eternidades hasta que un ser, cubierto de escamas negras, entró en el refugio para descubrir parte de su cuerpo y lanzar un rayo de luz tan intenso que ahuyentó a los sucios monstruos y despertó al astro caído. “¿Quién eres tú, pez increíble, que puedes subsistir en este infierno conservando tu luminosidad?”, preguntó el pobre lucero. “¡Soy una estrella como tú. El remezón celeste me lanzó también al mar, donde me di cuenta que si mostraba todo mi esplendor, en lugar de ayudar crearía enemigos, porque el ser pequeño no soporta a los grandes valores. Si quería hacer el bien, tenía que ocultarme para que nadie se diera cuenta del origen superior de mi ayuda.
¡Ven: no creas que porque no te aman no vales! ¡No te aman porque no te pueden ver! ¿Si no hay conocimiento, cómo puede haber amor?”… La estrella sacudió el barro que la cubría, se disfrazó de monstruo marino y, disimulando su origen, partió junto con su compañero a dar un poco de luz a los negros abismos.

Alejandro Jodorowsky.

Marcela Paz.
Chile.