domingo, 1 de mayo de 2016

"Tres Marcas de la Infancia Que Duran Para Siempre":


“El medio mejor para hacer buenos a los niños es hacerlos felices.”
Oscar Wilde.
 
La infancia es en ese tiempo en el que sucede una bonita paradoja, somos capaces de construir los cimientos más fuertes en la menor cantidad de tiempo, sin apenas darnos cuenta. A los cuatro años ya se ha comenzado a definir nuestra forma de ser. De ahí en adelante lo que resta es desarrollar o frenar el inercia que hemos cogido en nuestros primeros años.

La infancia deja marcas que duran para siempre. Son huellas indelebles que se reflejan principalmente en la actitud hacia nosotros mismos y hacia los demás. Sin embargo, algunas de esas huellas son más persistentes y profundas, debido al gran impacto que causan en la mente del niño.
A continuación, te hablaremos de tres de esas marcas que interiorizamos durante nuestra infancia y ya no se borran.

La imposibilidad de confiar desde la infancia.

Cuando el niño es defraudado o traicionado reiterativamente por sus padres o cuidadores, difícilmente puede confiar en el resto de personas o, incluso, en sí mismo. Tendrá que luchar mucho contra esta tendencia a la desconfianza para lograr establecer vínculos de intimidad con otros.
Al niño se le defrauda cuando se le prometen cosas que no se pueden, o no se quieren, cumplir. Para ellos es importante que se le entregue el juguete que se le había prometido, si obtenía un determinado logro o llegado un determinado momento, que se le lleve al parque cuando dijeron que lo harían, o que le dediquen el tiempo que tanto le han prometido dedicarle.

Este tipo de actos pueden pasar desapercibidos, o no tener importancia, para los adultos. Pero para el niño representan un aprendizaje acerca de lo que se puede esperar, globalmente, de las figuras cercanas.

Si el niño observa que los padres mienten, aprenderá que la palabra carece de valor. Le costará entonces creer en los demás y esforzarse por hacer de su propia palabra algo confiable. Esa marca implicará que, durante su desarrollo, tenga grandes dificultades para estrechar los lazos con los demás y para llegar a construir una verdadera intimidad -refugio- en el que se sienta seguro con alguien.

El miedo a ser abandonado.

El niño que se ha sentido solo, ignorado o abandonado, comienza a creer que la soledad es un estado completamente negativo y puede optar por tomar uno de dos caminos: o se hace excesivamente dependiente de otros, buscando constantemente a alguien para que le acompañe y le proteja, o renuncia a la compañía como medida de precaución frente al sufrimiento de un potencial abandono.
Aquellos que toman la senda de la dependencia, llegan a ser capaces de tolerar cualquier tipo de relación con tal de no sentirse solos. Creen que son completamente incapaces de sortear la soledad y por eso están dispuestos a pagar cualquier precio por la compañía.
Quienes escapan del miedo al abandono por la vía de la independencia a ultranza, se tornan incapaces de disfrutar de la cercanía afectiva de alguien. Para ellos, amor es sinónimo de miedo. Cuanto más afecto sienten por otra persona, más crece su ansiedad y su deseo de escapar. Son el tipo de personas que rompen vínculos entrañables para dejar de sentir la angustia que les provoca una eventual pérdida de la figura amada.

El miedo al rechazo.

El niño que ha sido permanentemente cuestionado y descalificado por sus padres suele convertirse en un enemigo de sí mismo. De esta manera, desarrolla un diálogo interior en el que la constante son los auto-reproches y las auto-recriminaciones.
Este niño, en su vida adulta, probablemente jamás se va a sentir conforme con lo que haga, lo que diga o piense. Siempre va a encontrar la forma de sabotear sus planes y le va a ser muy complicado aceptar que también tiene virtudes y aciertos. Sentirá que no merece el afecto, ni la comprensión de nadie y que sus expresiones de amor hacia los demás carecen de toda validez.

Por lo general, se convierten en adultos aislados y huidizos que sienten pánico en situaciones de contacto social. A la vez, son extremadamente dependientes de la opinión de otros. Ante la más mínima crítica de los demás, se desvalorizan por completo, ya que no saben distinguir una observación objetiva de un ataque personal.

Si además de rechazado, el niño también es humillado, las consecuencias son más graves. Las humillaciones dejan sentimientos de ira no resueltos, que se trasforman en una sensación de impotencia continua, y que muchas veces dan lugar a personas tiránicas e insensibles, que también buscan humillar a los demás.

Las marcas que dejan esas experiencias de infancia son muy difíciles de modificar. Sin embargo, esto no quiere decir que no se puedan matizar o decantar para convertirlas en algo más positivo. El primer paso pasa por reconocer que están ahí y que deben ser trabajadas para que no determinen por completo el resto de nuestras vidas.

Edith Sánchez
Escritora y periodista colombiana. 
Ganadora de varios premios de crónica y de gestión cultural.
 Algunas de sus publicaciones son "Inventario de asombros", 
"Humor Cautivo" y "Un duro, aproximaciones a la vida".

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