martes, 23 de agosto de 2011
"El Secreto de la Oración". Gregg Braden en "El efecto Isaias".
Tras veinte bendiciones similares, el abad se recostó en silencio sobre su
asiento, cerró los ojos y se concentró en nuestro encuentro. Este era el momento
que todos esperábamos. Había solicitado una audiencia con este hombre santo con
el fin de conectar con su antiguo linaje de sabiduría. Si realmente los esenios
habían emigrado al Tíbet después de la muerte de Cristo, en los rituales tibetanos
actuales se podrían reconocer elementos de la tradición esenia. Bajo la guía de
Xjinla, le hice las preguntas por las que había recorrido medio mundo.
-Xjinla, por favor, pregúntale al abad sobre las oraciones que hemos escuchado en
los monasterios -comencé-. ¿Nos podría describir qué entraña la oración y cómo se
consigue?
-Xjinla me miró, como esperando el resto de la pregunta. -¿Algo más? -preguntó-.
Quizás es que no entiendo la pregunta.
Hay muchas palabras en tibetano que no tienen una correspondencia directa en
inglés. Para comunicar conceptos, suele ser necesario crear una frase u oración breve en inglés para hacer una descripción equivalente en tibetano. Me di cuenta de que ese era uno de esos momentos. Reorganicé mis pensamientos y volví a formular la pregunta en el inglés más sencillo que pude sin cambiar el sentido de mi pregunta:
-Concretamente, cuando vemos los cantos, los tonos, los mudras y los mantras desde fuera -pregunté-, ¿qué le está sucediendo interiormente a la persona que está
orando?
Xjinla se dirigió al abad, que esperaba pacientemente mi pregunta, y comenzó el
proceso. A veces, el abad cerraba sus ojos durante varios minutos como respuesta a una frase pronunciada por Xjinla. En otras ocasiones, murmuraba una breve respuesta
acompañada por un gesto o un suspiro. Xjinla hacía todo lo posible por convertir la
explicación del abad de una experiencia sutil en su equivalente en inglés antes de
compartir la traducción. Al escuchar nuestra pregunta corregida, el abad me miró
dibujando una leve sonrisa en su cara. Hay sonidos que no necesitan traducción.
-¡Aaaah! -exclamó en un tono pensativo.
Por su tono de voz supe que nuestra pregunta había dado directamente en el clavo
de lo que se estaba practicando en su monasterio y en otros en los que habíamos estado durante el viaje. Su incipiente sonrisa se convirtió en una sonrisa abierta mientras apretaba los labios y emitía un sonido diferente.
-¡Uuuum! -Observé cómo sus ojos se enrollaban hacia el techo que estaba
oscurecido por el hollín de las innumerables lamparillas que habían ardido durante cientos de años. Fijó su mirada en un lugar invisible por encima de él. Utilizando el lugar en el techo como punto de enfoque, el abad buscó las palabras para reconocer la esencia de mi pregunta. Recuerdo haber pensado que mi pregunta era como pedirle a alguien que describiera el sentido de la vida en veinticinco palabras o menos. Este hombre, que no sabía nada sobre mi educación, evolución espiritual, tendencia religiosa o intenciones, intentaba hallar una forma de hacer honor a mi pregunta. Estaba buscando por dónde empezar.
«Ahora empezamos a entendemos», pensé para mis adentros. «¿Qué puedo hacer
para facilitarle al abad mi pregunta?» Recordé las traducciones de los manuscritos
esenios del mar Muerto y pensé en el lenguaje que se utilizaba hace dos mil quinientos años para describir la tecnología perdida de la oración. Los textos se centraban en los elementos de la oración: pensamiento, sentimiento y cuerpo. Lo último que pretendía hacer era sugerirle una respuesta al abad. Volví a formular mi pregunta con cuidado.
-Xjinla -pregunté, interrumpiendo por un momento el Curso del pensamiento del abad-
, lo que me interesa es cómo se crea la oración. Cuando vemos las expresiones externas de los oradores en las salas de canto, ¿cuál es el resultado? ¿Adónde les llevan las oraciones?.
El abad miró, ansioso por escuchar la traducción de Xjinla de mi reformulada
pregunta. Eso fue lo que hizo Xjinla con rapidez y con una frase notablemente corta. Yo sabía que nuestra insistencia nos estaba llevando a alguna parte. Sin tan siquiera detenerse a pensar, el abad exclamó una sola palabra. Entonces la repitió, seguida de un estallido de sonidos tibetanos muy distintos de las frases que había estudiado en los libros de texto. Enseguida desistí de mis intentos de entenderle directamente. Mientras observaba al abad y fijaba en él mi mirada, mi atención se centró en Xjinla. Casi podía ver el proceso en su mente. En lugar de traducir todas las palabras del abad al inglés, escuchaba el tema de la idea que estaba comunicando y luego transmitía los puntos más importantes.
-¡Sentimiento! -dijo Xjinla-. El abad dice que el objeto de cada oración es alcanzar un sentimiento. -El abad asentía con la cabeza como si comprendiera la traducción de Xjinla- . Los movimientos exteriores que ves son un despliegue de movimientos y sonidos que nos ayudan a conseguir ese sentimiento -prosiguió Xjinla-. Nuestros antepasados los han utilizado durante siglos.
Ahora la sonrisa iluminaba mi rostro. Aunque ya imaginaba que la nebulosa fuerza del
«sentimiento» era el factor de las oraciones tibetanas, por primera vez se confirmaba mi sospecha. El abad nos decía que el sentimiento era algo más que un factor en la oración. Hizo hincapié en que el sentimiento era el centro de cada oración.
Al momento, mi mente se trasladó a los textos esenios. En el lenguaje de sus tiempos, esos antiguos escritos describen brillantemente una experiencia que hoy en día consideramos como una forma de oración. Al igual que las enseñanzas de los esenios hacían referencia a las fuerzas creativas de nuestro mundo como ángeles, al lenguaje que empleaban para hablar con los ángeles lo llamaban «comunión». Hoy en día a ese mismo lenguaje lo llamamos «oración». Los textos perdidos de los esenios nos recuerdan que a través de nuestra comunión con los elementos de este mundo, se nos abre la puerta a los grandes misterios de la vida. «Sólo a través de la comunión con los ángeles del Padre Celestial aprenderemos a ver lo invisible, a escuchar lo inaudible y a expresar lo inefable».
El silencio envolvió la pequeña habitación, mientras reflexionábamos en las palabras
del abad. Una monja o un monje necesitaría años de formación, de erudición y
experiencia directa antes de que se le permitiera tener semejante conversación. El abad parecía algo sorprendido con las preguntas que le hacíamos. Como si hubiera leído mis pensamientos, Xjinla habló antes de que formulara mi siguiente frase.
-Tus preguntas son muy distintas de las de otros visitantes que han llegado a este
monasterio -dijo.
-¿De verdad? -respondí, un tanto sorprendido-. Si otros se han tomado la molestia de
viajar desde Occidente a Lhasa, aclimatarse a estar a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar durante una semana más o menos, respirar interminables nubes de polvo por senderos de montaña esculpidos al borde del abismo para encontrar este monasterio a 4.500 metros de altitud en el Himalaya, ¿qué otras preguntas se pueden hacer?
Xjinla se rió ante la intensidad de mi pregunta. El sonido de su voz rompió el silencio, a la vez que su risa hacía eco en las paredes y reverberaba por las numerosas capillas que se encontraban en el pasillo contiguo a nuestra estancia.
-Normalmente las preguntas que nos hacen son respecto a la antigüedad del
monasterio, lo que comen los monjes o la edad del abad.
Ambos nos reímos y miramos al abad, calculando automáticamente su edad en
nuestra mente. Yo pensé: «Este hombre no tiene edad. Simplemente es». Volví a mirar a
Xjinla. Tras nuestro último intercambio de palabras, el abad había permanecido en su
posición, sentado con las piernas recogidas debajo de su pesado hábito. El aire de la habitación era frío, aunque yo tenía calor por el entusiasmo que me provocaba nuestra conversación. Miré el termómetro miniatura que colgaba del cierre de la cremallera de la mochila de mi esposa. Marcaba 55 grados Fahrenheit (13°C). Me preguntaba si era correcto.
Un asistente aprovechó la oportunidad del silencio para volver a encender los conos
de incienso que disimulaban el olor picante de la manteca de yak requemada que ardía en las lámparas y los platos. Me metí la mano por debajo de la chaqueta y toqué las tres capas de ropa que llevaba desde que había salido del autocar. Me quedé sorprendido.
¡Mis camisetas estaban empapadas! Cada día en el Tíbet es como un verano y un
invierno: verano durante las horas solares, e invierno a la sombra, por la noche y dentro de los monasterios. Miré detrás de mí justo a tiempo para ver cómo una ráfaga de viento soplaba por el pasillo apenas iluminado, formando montoncitos de paja y de polvo en los rincones.
Me llevé la mano a los ojos para secarme el sudor mientras le planteaba a Xjinla la
siguiente pregunta. Empecé a explicarle la razón por la que habíamos ido al monasterio y le habíamos hecho esa pregunta. Mirando directamente al abad concluí con una sola pregunta.
-Si hubiera un mensaje que quisiera compartir con las personas de este planeta -
empecé-, ¿qué es lo que le gustaría al abad que transmitiéramos del Tíbet en su nombre?.
Incluso antes de que Xjinla hubiera terminado de traducir, el abad empezó a hablar
desde su apretada posición al fondo de nuestro mal iluminado santuario. Sentía la
intensidad de Xjinla, quien a veces rayaba en la frustración cuando buscaba palabras en inglés para transmitir lo que ese hombre sin edad intentaba decir. En varias ocasiones tuve que pedirle que repitiera o que aclarara las palabras. Con frecuencia, yo recomponía la traducción con mis propias palabras, siempre dejándome ayudar por la experiencia de Xjinla para evitar cualquier error. Sus ojos puestos en mí revelaban lo que estaba pasando en su interior. Sentí que Xjinla era muy consciente de su responsabilidad de comunicar las palabras del abad con exactitud. Los tres juntos trabajamos para asegurarnos de lo que el abad estaba intentando transmitir.
-Cada vez que rezamos individualmente -dijo el abad-, hemos de sentir nuestra oración. Cuando oramos, sentimos en nombre de todos los seres, de todas partes. -Xjinla hizo una pausa mientras el abad proseguía con su respuesta-. Todos estamos conectados -dijo-. Todos somos expresiones de una misma vida. No importa dónde estemos, nuestras oraciones serán oídas por todos. Todos formamos una misma unidad.
En lugar de responder directamente a mi pregunta, sentí que el abad estaba
preparando el camino, sentando las bases para su respuesta. Al asentir con la cabeza, mi lenguaje corporal transmitía lo que mis conocimientos de tibetano no podían: le había escuchado, le había comprendido, y estaba preparado para el resto de la respuesta.
Respecto a qué mensaje podíamos llevar con nosotros al mundo exterior, el abad
respondió apasionadamente. Aunque sus palabras eran transmitidas por Xjinla, su tono y el lenguaje de su cuerpo eran muy claros. Las manos del abad moviéndose hacia
nosotros con el gesto de las palmas hacia arriba a la altura de su corazón, tenían su
propio idioma. Me miró directamente, mientras yo escuchaba a Xjinla con atención.
-La paz es de suma importancia en nuestro mundo actual -prosiguió—. Cuando no hay paz, perdemos todo lo que hemos ganado. Con la paz, todo es posible: el amor, la compasión y el perdón. La paz es la fuente de todas las cosas. Yo les pediría a todas las personas del mundo que encuentren la paz en su interior, para que esta paz se proyecte en el mundo.
Cada palabra suya se convertía en una fuente de asombro en mi intelecto, así como
en una fuente de júbilo en mi alma. ¡Las respuestas que compartió el abad eran los
mismos conceptos, en algunos casos casi las mismas palabras, que se hallaban en los
textos esenios del mar Muerto escritos hace más de 2.500 años! En el Evangelio esenio de la paz, por ejemplo, los esenios empiezan un largo discurso sobre la paz con un elocuente y único pasaje. La enseñanza comienza simplemente con la frase: «La paz es la clave de todo conocimiento, de todo misterio, de toda vida».
A todos los miembros del grupo les quedó claro lo importante que era para el abad
ser escuchado y comprendido. Su paciencia con nuestras preguntas directas y a veces
redundantes fue considerable. Durante casi una hora permaneció sentado en la postura
del loto, sobre el pequeño promontorio de finos cojines marrones que le aislaban del frío suelo de piedra del antiguo monasterio. Al final, el rápido bombardeo de preguntas dio paso, una vez más, al silencio de la reflexión sobre nuestra interacción. Para todos los presentes, nuestra reunión había sido intensa y auténtica.
Nuestra audiencia con este hombre santo, que había dedicado toda su vida a alcanzar la sabiduría en un antiguo monasterio en las montañas del Himalaya, se convirtió en una invitación para hacer compatible esa experiencia en nuestras vidas. Este hombre nos había recibido con amabilidad en su diminuto aposento privado, y su paciencia con nuestras preguntas realmente me emocionó. De nuevo el silencio invadió la habitación. Los ojos del abad se habían cerrado. Esta vez, sin embargo, su barbilla se inclinó hacia su pecho mientras colocaba las manos en una posición de oración, con las palmas y las yemas de los dedos unidas en dirección hacia el techo. Manteniendo esta posición de las manos se tocó suavemente la frente con los pulgares. Esta es la última imagen que recuerdo del abad.
Parecía fatigado, quizá por haber tenido que atender a estos veintidós occidentales
que se habían presentado en su monasterio sin avisar. Como si nos hubieran dado una
señal silenciosa, supimos que nuestro tiempo con el abad había concluido. Casi al unísono, empezamos a deshacer nuestras complicadas posturas que habían permitido que
todos los que estábamos en la habitación pudiéramos ver a ese hermoso descendiente de
tan antiguo linaje Uno a uno nos fuimos levantando en silencio, nos estiramos y, tras expresar nuestro respetuoso namasté, salimos en fila hacia el oscuro corredor.
Extracto del libro "El Efecto Isaias" de Gregg Braden.