Viaje al cerebro de un drogadicto
La investigadora Nora Volkow habló de sus revolucionarios estudios
sobre farmacodependencia.
Nora Volkow tenía 4 o 5 años cuando, entre las plantas del jardín de su casa natal en Coyoacán, se sentaba a ver caminar las colonias de hormigas en fila india. Le parecía fascinante: su mente le decía que ese desfile no era casual. Después, en su adolescencia, ella y sus tres hermanas pasaron muchas tardes guiando a visitantes por la casona. Era Ciudad de México y despuntaban los años 70. La vivienda era histórica: aquí habían asesinado, en 1940, a uno de los tres líderes de la revolución rusa. Nora creció con conciencia de venir de una familia protagonista de la historia: el líder asesinado era su bisabuelo León Trotski.
Desde que observaba hormigas y a la gente en la calle –le fascinaba la interacción humana–, Nora Volkow vio transcurrir medio siglo. Y hoy, a los 59 años, convertida en una de las grandes expertas en el estudio del cerebro y referenciada por muchos como la mayor especialista en adicciones del mundo, vuelve a su infancia para explicar su camino en la investigación.
“Por nuestra historia y la tragedia que mi familia vivió en Coyoacán, todos aprendimos que cada ser humano es responsable de sí mismo, pero también de la humanidad. Hacer ciencia es ampliar el conocimiento, y yo me propuse generar avances científicos no solo para Estados Unidos, no solo para México, sino para todo el mundo. El cerebro humano ha sido mi campo de estudio. Y hemos avanzado”, afirma.
En el 2007, Time la nombró entre las 100 personas más influyentes del planeta. Ese año, el editor de la revista, Richard Stengel, explicó: “Esta lista la componen personas cuyas ideas, ejemplo, talento y descubrimientos han transformado el mundo en que vivimos”. Ese mismo año, Volkow fue reconocida por Newsweek; en el 2009 y el 2011, por Washingtonian Magazine y, desde el 2000, por U. S. News & World Report.
Víctimas, no viciosos
Esta psiquiatra y neurocientífica, que trabaja en investigación de punta en Estados Unidos –a donde emigró muy joven en busca de su pasión, el estudio del cerebro–, es la cabeza del Instituto Nacional de Abuso de Drogas, en Bethesda (Maryland). Gracias a sus investigaciones, en las que ha invertido 30 años, está logrando cambiar los parámetros: hoy se sabe que los adictos a la marihuana, la cocaína, la heroína y otras drogas legales –así las califica ella–, como el alcohol y el cigarrillo, no lo son por su voluntad: diversas disfunciones de su cerebro no los dejan vencer su adicción. Se los considera enfermos. Y, dice Volkow, quien ha dedicado su vida profesional a estudiar los procesos cerebrales que juegan un rol en la adicción, es bueno que el mundo comience a mirarlos como víctimas, no como viciosos.
“El cerebro humano es mucho más complejo que el de los monos o los ratones, pero estos animales han ayudado a nuestras investigaciones. Descubrimos, por ejemplo, que la dopamina, un neurotransmisor cerebral, juega un rol esencial. Si comer un chocolate o aspirar cocaína por primera vez se siente como un estímulo placentero, el cerebro libera dopamina y activa los centros del placer. Si mañana nos repiten el estímulo, solo con mirar el chocolate o la cocaína sentimos el impulso y la liberación de la dopamina”, explica.
El cerebro, dice la doctora Volkow, crea automáticamente una memoria de liberación de dopamina ante un estímulo placentero. Y con solo volver a sentirlo o presentirlo (mirarlo, por ejemplo), bien sea alcohol, comida, sexo, cigarrillo o heroína, queremos probarlo de nuevo. Se trata de una química no solo del placer, sino también de la motivación humana, de un sistema inserto en el cerebro desde tiempos inmemoriales para perpetuar la especie. Así fue como la evolución aseguró la supervivencia del hombre.
Pero este mecanismo cerebral automático perdió la ruta en algún momento. “Nuestro sistema quiso asegurarse, en el plano evolutivo, de que el ser humano nunca dejara de perpetuarse. Por eso, la comida y el sexo son placenteros –arguye Volkow–. Pero las drogas esclavizaron el sistema y lo desnaturalizaron. Nuestro cerebro no se creó para que consumiéramos drogas, pero estas ‘hackearon’ el sistema y crearon la adicción. Cuando empecé a trabajar, en los 80, se sabía que todas las drogas activaban la dopamina, pero yo me pregunté por qué algunas personas probaban la cocaína y la dejaban, mientras que otras se convertían en adictos. La activación de la dopamina era idéntica en ambas, pero una caía y la otra no. Esta pregunta fue la base de mis investigaciones”.
Obsesionada, la experta se metió de lleno en el estudio del cerebro y sus procesos. Ella intuía que ahí estaba la respuesta a sus interrogantes sobre las adicciones.
“Si la curiosidad mató al gato, yo debería estar muerta. Desde que estudiaba medicina en México, me pregunté por el efecto de las drogas en el cerebro –cuenta–. Un día cayó en mis manos una revista científica que hablaba de imaginología, una tecnología que permitía estudiar el cerebro en personas vivas, algo jamás visto, inédito. Decidí irme a Estados Unidos, al laboratorio nacional de Brookhaven, en Long Island, a trabajar con esta nueva técnica. Ahí comencé mis investigaciones”.
Entonces tenía 23 años. Decenios de labor en Estados Unidos, donde se casó con un físico, le permitieron llegar a su principal hallazgo: Nora Volkow y su equipo de investigadores demostraron que la corteza frontal del cerebro de los adictos a drogas está dañada en distintos grados. Hasta que la mexicana lo dio a conocer –a la fecha ha publicado 600 papers y tres libros–, nadie le había dado importancia a la corteza frontal en las adicciones humanas.
“Hasta entonces, la corteza se reconocía como el área del cerebro donde se gestan el poder de decisión, los juicios y el pensamiento abstracto. Nuestras investigaciones permitieron caracterizar procesos de desajuste cerebral y reconocer que, en los adictos, la corteza frontal –que controla deseos y emociones– estaba afectada”, resume.
Con ese descubrimiento, la científica inauguró una nueva mirada sobre el camino de la adicción.
Obesidad y déficit de atención
“Lo central para nosotros ha sido entender los procesos que conllevan la pérdida de control en los adictos a las drogas. Cuando empecé a investigar, se pensaba que ellos elegían los narcóticos por placer. Yo demostré lo contrario. Al comprender que en todos ellos la corteza frontal del cerebro está dañada en diversos grados –la de un fumador no es igual a la de un heroinómano severo–, llegamos a la conclusión de que este enfermo no tiene la capacidad de controlar sus deseos y emociones. Por eso termina adicto”, agrega esta bisnieta de Trotski, reconocida como “una campeona en la integración de la ciencia a la medicina”, según un experto en drogas de la Universidad de Pensilvania, y como una “científica brillante”, según el director del Instituto de Dependencia Química Rothschild del centro médico Beth Israel, de Nueva York.
La curiosidad de Volkow ha extrapolado su trabajo a otras áreas, como la obesidad y el déficit de atención. Ella descubrió que hay rasgos comunes en obesos y adictos: ni unos ni otros quieren estar donde están, pero no pueden parar de consumir (narcóticos o comida). En los obesos, la corteza frontal tampoco funciona correctamente.
“Así es la ciencia. Un hallazgo puede conducirte a diversas áreas de investigación, y el conocimiento se va expandiendo”, celebra Nora.
Gracias al trabajo de esta neurocientífica y su equipo de investigadores, hoy la ciencia considera que un adicto no es un vicioso, sino un enfermo que necesita ayuda. “Aunque falta mucho, hemos logrado transformaciones. Por ejemplo, las aseguradoras de salud en Estados Unidos ya no pueden rechazar a estas personas”, subraya.
Volkow está logrando que se entienda que la adicción es una enfermedad del cerebro. “Si eres un adolescente que recién prueba una droga, aún puedes elegir. Pero en un adicto esta decisión se vuelve automática. Por eso siempre digo que una adicción es como manejar un auto sin frenos”, sostiene.
Y es aquí donde la herencia cumple un rol. Hay investigaciones que prueban que en la adicción al cigarrillo –que ella no cataloga como menor– la mitad de los casos se debe a causas genéticas. El tema está en estudio.
Mientras hace un alto en el quinto Seminario Internacional sobre los Efectos de la Marihuana, convocado por la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, se queja: “Ya el mundo no puede negar que la adicción es una enfermedad. En el pasado lo negaban porque nadie había estudiado el cerebro en humanos vivos. Sin embargo, el sistema médico no ha asumido la responsabilidad de los tratamientos y la evaluación de las adicciones. No está pasando como debería”.
En el Instituto Nacional de Abuso de Drogas de Estados Unidos, que esta científica y psiquiatra dirige desde el 2003, la mitad del millonario presupuesto va a becas de investigación sobre adicciones. En paralelo, ella prosigue su trabajo sobre el cerebro humano, que ha sido su fascinación desde que era una niña que observaba hormigas en su casa de Coyoacán.
“Hoy estudiamos la eficacia de nuestro cerebro para procesar información. También queremos saber cómo lo afectan las drogas, qué tan estable es, cómo cambia durante el día. Esto último me interesa porque el consumo de drogas está totalmente asociado con la hora: casi todos empiezan a consumir tipo 5 o 6 de la tarde. Está probado también en animales”, dice con pasión.
Impensable no preguntarle sobre la legalización de la marihuana en países de América Latina, como Uruguay.
“Si me baso en datos de morbilidad y mortalidad, el mayor efecto en el mundo es el de las drogas legales –responde–. En Estados Unidos, 440.000 personas mueren anualmente por tabaco y otras 100.000, por alcohol. Todas las drogas (ilegales) juntas matan a 40.000 al año. Si me pregunta si los países pueden solventar una tercera droga legal, creo que no”.
María Cristina Jurado.
Revista Ya de El Mercurio.
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