Nadie es responsable por nuestra felicidad, de la misma manera que nosotros no podríamos hacernos cargo de la felicidad de nadie.
La felicidad de los niños depende de los padres. La felicidad de los adultos, no. Depende de cada uno de nosotros. O de la construcción que podamos hacer a partir del bagaje de amor, seguridad y amparo que hayamos atesorado en el pasado.
Lamentablemente en la medida que menos cuidados hayamos recibido en la primera infancia, más depositaremos en los demás la supuesta responsabilidad por nuestro bienestar. Esta es una equivocación frecuente en el seno de las relaciones, que se pone de manifiesto cuando pretendemos que nuestras parejas, amigos o conocidos nos alimenten afectivamente, suponiendo que cualquier persona debería convertirse en una madre o un padre sustitutos.
Esta confusión nos arroja a un estado de enorme debilidad emocional, ya que al creer que dependemos de los cuidados de los demás, dejamos de cultivar nuestras propias capacidades para el despliegue y florecimiento personal. Dentro de esa lógica, establecemos relaciones dependientes y entramos en pánico cuando el otro individuo desvía su mirada hacia cualquier interés personal, como si en ese acto se nos fuera la vida.
A partir del miedo que nos genera perder la atención exclusiva de esa persona, manipulamos, engañamos, tergiversamos las realidades o mentimos sin mala intención, pero atrapados por el miedo a ser abandonados. El sufrimiento es permanente, ya que la sensación de estar en peligro es constante.
Por lo tanto, independientemente de lo que nos haya acontecido en el pasado, hoy debemos comprender que el confort, el placer, las elecciones conscientes y en particular todo aquello que creemos que constituye la felicidad, podemos erigirlo en nuestro interior a fuerza de voluntad y de la férrea intención de madurar emocionalmente.
Nadie es responsable por nuestra felicidad, ni siquiera la persona que está perdidamente enamorada de nosotros. De la misma manera que nosotros no podríamos hacernos cargo de la felicidad de nadie. Compartir la vida, facilitar ciertas dificultades, acompañar y acompasar la vida cotidiana es algo hermoso. Pero hacerse cargo emocionalmente de otro adulto, no corresponde.
Por Laura Gutman.