La vida, ya sea de una especie o
de una forma individual, muere, o se extingue, o se impone por encima de las
limitaciones de su condición por medio de un salto evolutivo siempre que se ve
enfrentada a una crisis radical, cuando ya no funciona la forma anterior de ser en el mundo o de
relacionarse con otras formas de vida y con la naturaleza, o cuando la supervivencia se ve amenazada
por problemas aparentemente insuperables.
Se cree que las formas de vida que habitan este
planeta evolucionaron primero en el mar. Cuando todavía no había animales en
la superficie de la tierra, el mar estaba lleno de vida. Entonces, en algún
momento, alguna de las criaturas se aventuró a salir a la tierra seca. Quizás
se arrastró primero unos cuantos centímetros hasta que, agobiada por la enorme
atracción de la gravedad, regresó al agua donde esta fuerza prácticamente no
existe y donde podía vivir con mayor facilidad. Después intentó una y otra vez
hasta que, mucho después, pudo adaptarse a vivir en la tierra, desarrolló patas
en lugar de aletas y pulmones en lugar de agallas. Parece poco probable que una
especie se hubiera aventurado en semejante ambiente desconocido y se hubiera
sometido a una transformación evolutiva a menos que alguna crisis la hubiera
obligado a hacerlo. Quizás pudo suceder que una gran zona del mar hubiera
quedado separada del océano principal y que el agua se hubiera secado
gradualmente con el paso de miles de años, obligando a los peces a salir de su
medioambiente y a evolucionar.
El desafío de la humanidad en
este momento es el de reaccionar ante una crisis radical que amenaza nuestra
propia supervivencia. La disfunción de la mente humana egotista, reconocida
desde hace más de 2.500 años por los maestros sabios de la antigüedad y
amplificada en la actualidad a través de la ciencia y la tecnología, amenaza
por primera vez la supervivencia del planeta. Hasta hace muy poco, la
transformación de la conciencia humana (señalada también por los antiguos
sabios) era tan sólo una posibilidad a la cual tenían acceso apenas unos
cuantos individuos aquí y allá, independientemente de su trasfondo cultural o
religioso. No hubo un florecimiento generalizado de la conciencia humana
porque sencillamente no era todavía una necesidad apremiante.
Una proporción significativa de
la población del planeta no tardará en reconocer, si es que no lo ha hecho ya,
que la humanidad está ante una encrucijada desgarradora: evolucionar o morir.
Un porcentaje todavía relativamente pequeño pero cada vez más grande de
personas ya está experimentando en su interior el colapso de los viejos
patrones egotistas de la mente y el despertar de una nueva dimensión de la
conciencia.
Lo que comienza a aflorar no es
un nuevo sistema de creencias ni una religión, ideología espiritual o
mitología. Estamos llegando al final no solamente de las mitologías sino
también de las ideologías y de los credos. El cambio viene de un nivel más
profundo que el de la mente, más profundo que el de los pensamientos. En efecto, en el corazón mismo de la nueva
conciencia está la trascendencia del
pensamiento, la habilidad recién descubierta de elevarse por encima de los
pensamientos, de reconocer al interior del ser una dimensión infinitamente más
vasta que el pensamiento. Por consiguiente, ya no derivamos nuestra identidad,
nuestro sentido de lo que somos de ese torrente incesante de pensamientos
que confundimos con nuestro verdadero ser de acuerdo con la vieja conciencia. Es inmensa la sensación de
liberación al saber que no somos esa "voz que llevamos en la cabeza".
¿Quién soy entonces? Aquel que observa esa realidad. La conciencia que precede al
pensamiento, el espacio en el cual sucede el pensamiento, o la emoción o la
percepción.
El ego no es más que eso: la
identificación con la forma, es decir, con las formas de pensamiento
principalmente. Si es que hay algo de realidad en el concepto del mal (realidad
que es relativa y no absoluta), su definición sería la misma: identificación
total con la forma: las formas físicas, las formas de pensamiento, las formas
emocionales. El resultado es un desconocimiento total de nuestra conexión con el
todo, de nuestra unicidad intrínseca con "todo lo demás" y también
con la Fuente. Este
estado de olvido es el pecado original, el sufrimiento, el engaño. ¿Qué clase
de mundo creamos cuando esta falsa idea de separación total es la base que
gobierna todo lo que pensamos, decimos y hacemos? Para hallar la respuesta
basta con observar la forma como los seres humanos se relacionan entre sí, leen
un libro de historia o ven las noticias de la noche.
Si no cambian las estructuras de
la mente humana, terminaremos siempre por crear una y otra vez el mismo mundo
con sus mismos males y la misma disfunción.
UN NUEVO CIELO Y UNA NUEVA TIERRA
La inspiración para este libro (Una Nueva Tierra) vino de una profecía bíblica, que parece más aplicable en la actualidad que en
ningún otro momento de la historia humana. Aparece tanto en el Antiguo como en
el Nuevo Testamento y se refiere al colapso del orden existente del mundo y el
surgimiento de "un nuevo cielo y una nueva tierra". Debemos comprender aquí que el cielo no es un lugar sino que se refiere al
plano interior de la conciencia. Este es el significado esotérico de la palabra
y también es el significado que tiene en las enseñanzas de Jesús. Por otra
parte, la tierra es la manifestación externa de la forma, la cual es siempre un
reflejo del interior. La conciencia colectiva de la humanidad y la vida en
nuestro planeta están íntimamente conectadas. "El nuevo cielo" es el florecimiento de un
estado transformado de la conciencia humana, y "la nueva tierra" es
su proyección en el plano físico. Puesto que la vida y la conciencia humanas son una
con la vida en el planeta, a medida que se disuelva la vieja conciencia deberán
producirse simultáneamente unos cataclismos geográficos y climáticos en muchas
partes del planeta, algunos ya los hemos comenzado a presenciar.
EL
EGO: EL ESTADO ACTUAL DE LA
HUMANIDAD
Las palabras, ya sean
vocalizadas y convertidas en sonido o formuladas silenciosamente en los
pensamientos, pueden ejercer un efecto prácticamente hipnótico sobre la
persona. Es fácil perdernos en ellas, dejarnos arrastrar por la idea implícita
de que el simple hecho de haberle atribuido una palabra a algo equivale a saber
lo que ese algo es. La realidad es que no sabemos lo que ese algo es. Solamente
hemos ocultado el misterio detrás de un rótulo. En últimas, todo escapa al
conocimiento: un ave, un árbol, hasta una simple piedra, y sin duda alguna el
ser humano. Esto se debe a la profundidad
inconmensurable de todas las cosas. Todo
aquello que podemos percibir, experimentar o pensar es apenas la capa
superficial de la realidad, menos que la punta de un témpano de hielo.
Debajo de la superficie no solamente todo está
conectado entre sí, sino que también está
conectado con la Fuente
de la vida de la cual provino. Hasta una piedra, aunque más fácilmente lo
harían una flor o un pájaro, podría mostrarnos el camino de regreso a Dios, a la Fuente , a nuestro propio
ser. Cuando observamos o sostenemos una flor o un pájaro y le permitimos ser sin imponerle un sustantivo o una etiqueta mental, se despierta dentro de
nosotros una sensación de asombro, de admiración. Su esencia se comunica
calladamente con nosotros y nos permite ver, como en un espejo, el reflejo de
nuestra propia esencia. Esto es lo que sienten los grandes artistas y logran transmitir
a través de sus obras. Van Gogh no dijo: "Esa es sólo una
silla vieja". La observó una y otra vez. Percibió la calidad del ser de la
silla. Y entonces se sentó ante el lienzo y tomó el pincel. La silla se habría
vendido por unos cuantos dólares. La pintura de esa misma silla se vendería
hoy por más de $25.000 millones.
Cuando nos abstenemos de tapar
el mundo con palabras y rótulos, recuperamos ese sentido de lo milagroso que la
humanidad perdió hace mucho tiempo, cuando en lugar de servirse del
pensamiento, se sometió a él. La profundidad retorna a nuestra vida. Las cosas
recuperan su frescura y novedad. Y el mayor de los milagros es la experiencia
de nuestro ser esencial anterior a las palabras, los pensamientos, los rótulos
mentales y las imágenes. Para que esto suceda debemos liberar a nuestro Ser,
nuestra sensación de Existir, del abrazo sofocante de todas las cosas con las
cuales se ha confundido e identificado. Es de ese proceso de liberación del que
trata este libro.
Mientras más atentos estamos a
atribuir rótulos verbales a las cosas, a las personas o a las situaciones, más
superficial e inerte se hace la realidad y más muertos nos sentimos frente a la
realidad, a ese milagro de la vida que se despliega continuamente en nuestro
interior y a nuestro alrededor. Ese puede ser un camino para adquirir astucia,
pero a expensas de la sabiduría que se esfuma junto con la alegría, el amor, la
creatividad y la vivacidad. Estos se ocultan en el espacio quieto entre la
percepción y la interpretación. Claro está que las palabras y los pensamientos
tienen su propia belleza y debemos utilizarlos, pero ¿es preciso que nos
dejemos aprisionar en ellos?.
Las palabras buscan reducir la
realidad a algo que pueda estar al alcance de la mente humana, lo cual no es
mucho. El lenguaje consta de cinco
sonidos básicos producidos por las cuerdas vocales. Son las vocales "a, e, i, o, u". Los otros sonidos son las
consonantes producidas por la presión del aire: "s, f, g", etcétera.
¿Es posible creer que alguna combinación de esos sonidos básicos podría
explicar algún día lo que somos o el propósito último del universo, o la
esencia profunda de un árbol o de una roca?.
La palabra "yo"
encierra a la vez el mayor error y la verdad más profunda, dependiendo de la
forma como se utilice. En su uso convencional, no solamente es una de las
palabras utilizadas más frecuentemente en el lenguaje (junto con otras afines
como: "mío" y "mi"), sino también una de las más engañosas.
Según la utilizamos en la cotidianidad, la palabra "yo" encierra el
error primordial, una percepción equivocada de lo que somos, un falso sentido de
identidad. Ese es el ego. Ese sentido ilusorio del ser es lo que Albert Einstein, con
su percepción profunda no solamente de la realidad del espacio y el tiempo sino
de la naturaleza humana, denominó "ilusión óptica de la conciencia".
Esa ilusión del ser se convierte entonces en la base de todas las demás
interpretaciones o, mejor aún, nociones erradas de la realidad, de todos los
procesos de pensamiento, las interacciones y las relaciones. La realidad se
convierte en un reflejo de la ilusión original.
La buena noticia es que cuando
logramos reconocer la ilusión por lo que es, ésta se desvanece. La ilusión
llega a su fin cuando la reconocemos. Cuando vemos lo que no somos, la realidad
de lo que somos emerge espontáneamente. Esto es lo que sucederá a medida que
usted lee lenta y cuidadosamente este capítulo y el siguiente, los cuales
tratan sobre la mecánica del falso yo al cual llamamos ego. Así, ¿cuál es la
naturaleza de este falso ser?.
Cuando hablamos de
"yo" generalmente no nos referimos a lo que somos. Por un acto
monstruoso de reduccionismo, la profundidad
infinita de lo que somos se confunde con el sonido emitido por las cuerdas vocales o con el pensamiento del
yo que tengamos en nuestra mente y lo que sea con lo cual éste se identifique.
¿Entonces a qué se refieren normalmente el yo, el mi y lo mío?.
Cuando un bebé aprende que una
secuencia de sonidos emitidos por las cuerdas vocales de sus padres
corresponde a su nombre, el niño comienza a asociar la palabra, la cual se
convierte en pensamiento en su mente, con lo que él es. En esa etapa, algunos
niños se refieren a sí mismos en tercera persona. "Felipe tiene
hambre". Poco después aprenden la palabra mágica "yo" y la
asocian directamente con su nombre, el cual ya corresponde en su mente a lo que son. Entonces se producen otros
pensamientos que se fusionan con ese
pensamiento original del "yo". El paso siguiente son las ideas de lo
que es mío para designar aquellas cosas que son parte del yo de alguna manera.
Así sucede la identificación con los objetos, lo cual implica atribuir a las
cosas (y en últimas a los pensamientos que representan esas cosas) un sentido
de ser, derivando así una identidad a partir de ellas. Cuando se daña o me
quitan "mi" juguete, me embarga un sufrimiento
intenso, no porque el juguete tenga algún valor intrínseco (el niño no tarda en
perder interés en él y después será reemplazado por otros juguetes y objetos) sino
por la idea de lo "mío". El juguete se
convirtió en parte del sentido del ser, del yo del niño.
Sucede lo mismo a medida que
crece el niño, el pensamiento original del "yo" atrae a otros
pensamientos: viene la identificación con el género, las pertenencias, la
percepción del cuerpo, la nacionalidad, la raza, la religión, la profesión. El
Yo también se identifica con otras cosas como las funciones (madre, padre, esposo,
esposa, etcétera), el conocimiento adquirido, las opiniones, los gustos y
disgustos, y también con las cosas que me pasaron a "mí" en el
pasado, el recuerdo de las cuales son pensamientos que contribuyen a definir
aún más mi sentido del ser como "yo y mi historia". Estas son apenas
algunas de las cosas de las cuales derivamos nuestra identidad. En últimas no
son más que pensamientos sostenidos precariamente por el hecho de que todos
comparten la misma noción del ser. Esta interpretación mental es a la que
normalmente nos referimos cuando decimos "yo". Para ser más exactos,
la mayoría de las veces no somos nosotros quienes hablamos cuando decimos y
pensamos el "Yo", sino algún aspecto de la interpretación mental,
del ser egotista. Una vez acaecido el despertar continuamos hablando de
"yo", pero con una noción emanada de un plano mucho más profundo de
nuestro ser interior.
La mayoría de las personas
continúa identificándose con el torrente incesante de la mente, el pensamiento
compulsivo, principalmente repetitivo y banal. No hay un yo aparte de los
procesos de pensamiento y de las emociones que los acompañan. Eso es lo que
significa vivir en la inconciencia espiritual. Cuando se les dice que tienen
una voz en la cabeza que no calla nunca, preguntan, "¿cuál voz?" o
la niegan airadamente, obviamente con esa voz, desde
quien piensa, desde la mente no observada. A esa voz casi podría considerársela
como la entidad que ha tomado posesión de las personas.
Algunas personas nunca olvidan
la primera vez que dejaron de identificarse con sus pensamientos y
experimentaron brevemente el cambio, cuando dejaron de ser el contenido de su
mente para ser la conciencia de fondo. Para otras personas sucede de una manera
tan sutil que casi no la notan, o apenas perciben una corriente de alegría o
paz interior, sin comprender la razón.
"Una Nueva Tierra", Eckhart Tolle.