No son rubicundos ni melifluos, visten igual que nosotros, caminan y viven entre nosotros,
son humanos, vulnerables, finitos como nosotros, pero se diferencian de nosotros en la luz que emana
de su ser propio, luz que puede ayudarnos e incluso salvarnos. No se anuncian con trompetas. Están en
todas partes, podemos toparnos con uno de ellos en el autobús, en el infernal metro a la hora punta,
o incluso en la oficina donde trabajamos.
Yo doy fe de la existencia de uno, en el Centro de Extensión de la Universidad de Valparaíso, en
la calle Errázuriz. Se llama Aníbal, es un músico notable, dicen que es el representante de Bach
en la tierra y desde su cuchitril de empleado público todos los días emergen sonidos sublimes,
un bálsamo para el alma cansada de burocracia. Irrumpe siempre en nuestras oficinas contagiándonos
de su curiosidad y asombro prístinos. Sus apariciones nos sacan del tedio de la rutina, impiden que
nuestra mirada envejezca.
Los ángeles no buscan el poder ni la fama ni el éxito, y es increíble que todavía existan en una sociedad
del rendimiento como la nuestra. ¿Pero cómo reconocerlos? Los ángeles, cuando dejaron de ser
niños, no traicionaron su infancia al convertirse en adultos. El niño interior sigue vivo en ellos, eso se
nota en el brillo de sus ojos, en la alegría no contaminada por amargura alguna (por más que hayan
tenido sufrimientos como los nuestros), en su delicadeza.
En un mundo cada vez más rudo, violento y hostil como el nuestro, la delicadeza de estos ángeles es
casi un milagro. Hay algunos que son duendes, esos son los más encantadores: ligeros, ágiles,
ditirámbicos.
Desde que me di cuenta de que los ángeles existían en la tierra, aquilato cada encuentro con ellos.
Suspendo cualquier actividad que mi activismo me imponga, y me preparo lo que más pueda (dentro de
lo que permite mi torpeza y vulgaridad no angelical) a recibir el regalo que traen y que siempre tiene
que ver con la esfera del ser y no del parecer, con lo genuino y no lo artificial, con lo gratuito y jamás
con el cálculo. Los ángeles no hacen nada por cálculo, lo que puede desconcertarnos y hacernos dudar
de que eso pueda ser posible.
Hace mucho tiempo, el gran poeta Rainer Maria Rilke, a propósito de los ángeles, dijo: "Todo ángel
es terrible". Claramente los ángeles de los que hablo no tienen nada que ver con esos ángeles
tremendistas, de una dimensión metafísica por encima de la nuestra. Mis ángeles se resfrían, van a
comprar el pan, bostezan, lloran y ríen; eso sí, producen paz y muchas veces consuelo. Están en un
estado de conciencia superior a la media, pero ellos mismos no tiene conciencia de ello; si no,
serían prisioneros de su ego, como nosotros. En momentos de dolor o zozobra, misteriosamente
aparecen y nos salvan.
Recuerdo a Jeaninne, un ángel que era bibliotecaria infantil y me regaló el libro preciso en el
momento preciso, la venda delicada y suave para una herida profunda en un momento de duelo. Y
cómo no recordar al príncipe Myshkin de la novela "El Idiota", de Dostoyevski, por ejemplo. O a
Paterson, el personaje de la última película de Jim Jarmusch, un conductor de autobús que hacía una
pausa en su rutinaria y alienante vida, para escribir un poema cada día, sin ambición literaria alguna.
Pero los ángeles no necesitan escribir poemas, viven poéticamente y eso se ve en cómo cuidan
un jardín o atienden a un enfermo en un hospital o hacen una clase llena de amor en un colegio
municipal de la periferia. Hay albañiles ángeles, ascensoristas, farmacéuticos, carabineros ángeles.