Cuenta una historia que un joven fue a visitar su anciano profesor. Y entre lágrimas, le confesó: “He venido a verte porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas ni para levantarme por las mañanas. Todo el mundo dice que no sirvo para nada. ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?”. El profesor, sin mirarlo a la cara, le respondió: “Lo siento, chaval, pero ahora no puedo atenderte. Primero debo resolver un problema que llevo días posponiendo. Si tú me ayudas, tal vez luego yo pueda ayudarte a ti”.
El joven asintió con la cabeza. “Por supuesto, dime qué puedo hacer por ti”. El anciano se sacó un anillo que llevaba puesto y se lo entregó. “Estoy en deuda con una persona y no tengo suficiente dinero para pagarle”, le explicó. “Ahora ve al mercado y véndelo. Eso sí, no lo entregues por menos de una moneda de oro”.
Una vez en la plaza mayor, el chaval empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Pero al pedir una moneda de oro por él, algunos se reían y otros se alejaban sin mirarlo. Derrotado, el chaval regresó a casa del anciano:
“Lo siento, pero es imposible conseguir lo que me has pedido. Como mucho me daban dos monedas de bronce.”
El profesor, sonriente, le contestó: “No te preocupes. Me acabas de dar una idea. Antes de ponerle un nuevo precio, necesitamos saber el valor real del anillo. Ve al joyero y pregúntale cuánto cuesta. Y no importa cuánto te ofrezca. No lo vendas.”
Tras un par de minutos examinando el anillo, el joyero le dijo que era “una pieza única” y que se lo compraba por “50 monedas de oro”.
El joven corrió emocionado a casa del anciano. “Estupendo, ahora siéntate un momento y escucha con atención”, le pidió el profesor. “Tú eres como este anillo, una joya preciosa que solo puede ser valorada por un especialista. ¿Pensabas que cualquiera podía descubrir su verdadero valor?” “Todos somos como esta joya: valiosos y únicos. Y andamos por los mercados de la vida pretendiendo que personas inexpertas nos digan cual es nuestro auténtico valor”.