martes, 29 de julio de 2014

"La Urgencia de Una Transformación". Eckhart Tolle.


LA URGENCIA DE UNA TRANSFORMACIÓN

La vida, ya sea de una especie o de una forma individual, muere, o se extingue, o se impone por encima de las limitaciones de su condición por medio de un salto evolutivo siempre que se ve enfrentada a una crisis radical, cuando ya no funciona la forma anterior de ser en el mundo o de relacionarse con otras formas de vida y con la naturaleza, o cuando la supervivencia se ve amena­zada por problemas aparentemente insuperables.

Se cree que las formas de vida que habitan este planeta evo­lucionaron primero en el mar. Cuando todavía no había animales en la superficie de la tierra, el mar estaba lleno de vida. Entonces, en algún momento, alguna de las criaturas se aventuró a salir a la tierra seca. Quizás se arrastró primero unos cuantos centíme­tros hasta que, agobiada por la enorme atracción de la gravedad, regresó al agua donde esta fuerza prácticamente no existe y donde podía vivir con mayor facilidad. Después intentó una y otra vez hasta que, mucho después, pudo adaptarse a vivir en la tierra, desarrolló patas en lugar de aletas y pulmones en lugar de agallas. Parece poco probable que una especie se hubiera aventurado en semejante ambiente desconocido y se hubiera sometido a una transformación evolutiva a menos que alguna crisis la hubiera obligado a hacerlo. Quizás pudo suceder que una gran zona del mar hubiera quedado separada del océano principal y que el agua se hubiera secado gradualmente con el paso de miles de años, obligando a los peces a salir de su medioambiente y a evolucionar.

El desafío de la humanidad en este momento es el de reaccio­nar ante una crisis radical que amenaza nuestra propia supervi­vencia. La disfunción de la mente humana egotista, reconocida desde hace más de 2.500 años por los maestros sabios de la anti­güedad y amplificada en la actualidad a través de la ciencia y la tecnología, amenaza por primera vez la supervivencia del planeta. Hasta hace muy poco, la transformación de la conciencia humana (señalada también por los antiguos sabios) era tan sólo una posi­bilidad a la cual tenían acceso apenas unos cuantos individuos aquí y allá, independientemente de su trasfondo cultural o reli­gioso. No hubo un florecimiento generalizado de la conciencia humana porque sencillamente no era todavía una necesidad apre­miante.

Una proporción significativa de la población del planeta no tardará en reconocer, si es que no lo ha hecho ya, que la huma­nidad está ante una encrucijada desgarradora: evolucionar o mo­rir. Un porcentaje todavía relativamente pequeño pero cada vez más grande de personas ya está experimentando en su interior el colapso de los viejos patrones egotistas de la mente y el despertar de una nueva dimensión de la conciencia.

Lo que comienza a aflorar no es un nuevo sistema de creen­cias ni una religión, ideología espiritual o mitología. Estamos lle­gando al final no solamente de las mitologías sino también de las ideologías y de los credos. El cambio viene de un nivel más profundo que el de la mente, más profundo que el de los pensamien­tos. En efecto, en el corazón mismo de la nueva conciencia está la trascendencia del pensamiento, la habilidad recién descubierta de elevarse por encima de los pensamientos, de reconocer al interior del ser una dimensión infinitamente más vasta que el pensamien­to. Por consiguiente, ya no derivamos nuestra identidad, nuestro sentido de lo que somos de ese torrente incesante de pensamien­tos que confundimos con nuestro verdadero ser de acuerdo con la vieja conciencia. Es inmensa la sensación de liberación al saber que no somos esa "voz que llevamos en la cabeza". ¿Quién soy entonces? Aquel que observa esa realidad. La conciencia que precede al pensamiento, el espacio en el cual sucede el pensamiento, o la emoción o la percepción.

El ego no es más que eso: la identificación con la forma, es decir, con las formas de pensamiento principalmente. Si es que hay algo de realidad en el concepto del mal (realidad que es re­lativa y no absoluta), su definición sería la misma: identificación total con la forma: las formas físicas, las formas de pensamiento, las formas emocionales. El resultado es un desconocimiento total de nuestra conexión con el todo, de nuestra unicidad intrínseca con "todo lo demás" y también con la Fuente. Este estado de olvido es el pecado original, el sufrimiento, el engaño. ¿Qué clase de mundo creamos cuando esta falsa idea de separación total es la base que gobierna todo lo que pensamos, decimos y hacemos? Para hallar la respuesta basta con observar la forma como los seres humanos se relacionan entre sí, leen un libro de historia o ven las noticias de la noche.
Si no cambian las estructuras de la mente humana, terminaremos siempre por crear una y otra vez el mismo mundo con sus mismos males y la misma disfunción.

UN NUEVO CIELO Y UNA NUEVA TIERRA

La inspiración para este libro (Una Nueva Tierra) vino de una profecía bíblica, que parece más aplicable en la actualidad que en ningún otro momen­to de la historia humana. Aparece tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y se refiere al colapso del orden existente del mundo y el surgimiento de "un nuevo cielo y una nueva tierra". Debemos comprender aquí que el cielo no es un lugar sino que se refiere al plano interior de la conciencia. Este es el significado esotérico de la palabra y también es el significado que tiene en las enseñanzas de Jesús. Por otra parte, la tierra es la manifestación externa de la forma, la cual es siempre un reflejo del interior. La conciencia colectiva de la humanidad y la vida en nuestro planeta están íntimamente conectadas. "El nuevo cielo" es el florecimiento de un estado transformado de la conciencia humana, y "la nueva tierra" es su proyección en el plano físico. Puesto que la vida y la conciencia humanas son una con la vida en el planeta, a medida que se disuelva la vieja conciencia deberán producirse simultáneamente unos cataclismos geográficos y climáticos en muchas partes del planeta, algunos ya los hemos comenzado a presenciar.

EL EGO: EL ESTADO ACTUAL DE LA HUMANIDAD

Las palabras, ya sean vocalizadas y convertidas en sonido o formuladas silenciosamente en los pensamientos, pueden ejercer un efecto prácticamente hipnótico sobre la persona. Es fácil perdernos en ellas, dejarnos arrastrar por la idea implícita de que el simple hecho de haberle atribuido una palabra a algo equivale a saber lo que ese algo es. La realidad es que no sabemos lo que ese algo es. Solamente hemos ocultado el misterio detrás de un rótu­lo. En últimas, todo escapa al conocimiento: un ave, un árbol, hasta una simple piedra, y sin duda alguna el ser humano. Esto se debe a la profundidad inconmensurable de todas las cosas. Todo aquello que podemos percibir, experimentar o pensar es apenas la capa superficial de la realidad, menos que la punta de un témpano de hielo.

Debajo de la superficie no solamente todo está conectado entre sí, sino que también está conectado con la Fuente de la vida de la cual provino. Hasta una piedra, aunque más fácilmente lo harían una flor o un pájaro, podría mostrarnos el camino de regreso a Dios, a la Fuente, a nuestro propio ser. Cuando observamos o sostenemos una flor o un pájaro y le permitimos ser sin imponerle un sustantivo o una etiqueta mental, se despierta dentro de nosotros una sensación de asombro, de admiración. Su esencia se comunica calladamente con nosotros y nos permite ver, como en un espejo, el reflejo de nuestra propia esencia. Esto es lo que sienten los grandes artistas y logran transmitir a través de sus obras. Van Gogh no dijo: "Esa es sólo una silla vieja". La observó una y otra vez. Percibió la calidad del ser de la silla. Y entonces se sentó ante el lienzo y tomó el pincel. La silla se habría vendido por unos cuantos dólares. La pintura de esa misma silla se ven­dería hoy por más de $25.000 millones.

Cuando nos abstenemos de tapar el mundo con palabras y rótulos, recuperamos ese sentido de lo milagroso que la humani­dad perdió hace mucho tiempo, cuando en lugar de servirse del pensamiento, se sometió a él. La profundidad retorna a nuestra vida. Las cosas recuperan su frescura y novedad. Y el mayor de los milagros es la experiencia de nuestro ser esencial anterior a las palabras, los pensamientos, los rótulos mentales y las imágenes. Para que esto suceda debemos liberar a nuestro Ser, nuestra sen­sación de Existir, del abrazo sofocante de todas las cosas con las cuales se ha confundido e identificado. Es de ese proceso de liberación del que trata este libro.

Mientras más atentos estamos a atribuir rótulos verbales a las cosas, a las personas o a las situaciones, más superficial e inerte se hace la realidad y más muertos nos sentimos frente a la rea­lidad, a ese milagro de la vida que se despliega continuamente en nuestro interior y a nuestro alrededor. Ese puede ser un camino para adquirir astucia, pero a expensas de la sabiduría que se esfuma junto con la alegría, el amor, la creatividad y la vivacidad. Estos se ocultan en el espacio quieto entre la percepción y la interpretación. Claro está que las palabras y los pensamientos tienen su propia belleza y debemos utilizarlos, pero ¿es preciso que nos dejemos aprisionar en ellos?.

Las palabras buscan reducir la realidad a algo que pueda estar al alcance de la mente humana, lo cual no es mucho. El lenguaje consta de cinco sonidos básicos producidos por las cuerdas vocales. Son las vocales "a, e, i, o, u". Los otros sonidos son las consonan­tes producidas por la presión del aire: "s, f, g", etcétera. ¿Es po­sible creer que alguna combinación de esos sonidos básicos podría explicar algún día lo que somos o el propósito último del univer­so, o la esencia profunda de un árbol o de una roca?.

LA ILUSIÓN DEL SER

La palabra "yo" encierra a la vez el mayor error y la verdad más profunda, dependiendo de la forma como se utilice. En su uso convencional, no solamente es una de las palabras utilizadas más frecuentemente en el lenguaje (junto con otras afines como: "mío" y "mi"), sino también una de las más engañosas. Según la utilizamos en la cotidianidad, la palabra "yo" encierra el error pri­mordial, una percepción equivocada de lo que somos, un falso sentido de identidad. Ese es el ego. Ese sentido ilusorio del ser es lo que Albert Einstein, con su percepción profunda no solamente de la realidad del espacio y el tiempo sino de la naturaleza huma­na, denominó "ilusión óptica de la conciencia". Esa ilusión del ser se convierte entonces en la base de todas las demás interpretacio­nes o, mejor aún, nociones erradas de la realidad, de todos los procesos de pensamiento, las interacciones y las relaciones. La realidad se convierte en un reflejo de la ilusión original.

La buena noticia es que cuando logramos reconocer la ilusión por lo que es, ésta se desvanece. La ilusión llega a su fin cuando la reconocemos. Cuando vemos lo que no somos, la realidad de lo que somos emerge espontáneamente. Esto es lo que sucederá a medida que usted lee lenta y cuidadosamente este capítulo y el siguiente, los cuales tratan sobre la mecánica del falso yo al cual llamamos ego. Así, ¿cuál es la naturaleza de este falso ser?.

Cuando hablamos de "yo" generalmente no nos referimos a lo que somos. Por un acto monstruoso de reduccionismo, la pro­fundidad infinita de lo que somos se confunde con el sonido emitido por las cuerdas vocales o con el pensamiento del yo que tengamos en nuestra mente y lo que sea con lo cual éste se identifique. ¿Entonces a qué se refieren normalmente el yo, el mi y lo mío?.

Cuando un bebé aprende que una secuencia de sonidos emi­tidos por las cuerdas vocales de sus padres corresponde a su nom­bre, el niño comienza a asociar la palabra, la cual se convierte en pensamiento en su mente, con lo que él es. En esa etapa, algunos niños se refieren a sí mismos en tercera persona. "Felipe tiene hambre". Poco después aprenden la palabra mágica "yo" y la asocian directamente con su nombre, el cual ya corresponde en su mente a lo que son. Entonces se producen otros pensamientos que se fusionan con ese pensamiento original del "yo". El paso si­guiente son las ideas de lo que es mío para designar aquellas cosas que son parte del yo de alguna manera. Así sucede la identifica­ción con los objetos, lo cual implica atribuir a las cosas (y en últimas a los pensamientos que representan esas cosas) un sentido de ser, derivando así una identidad a partir de ellas. Cuando se daña o me quitan "mi" juguete, me embarga un sufrimiento intenso, no porque el juguete tenga algún valor intrínseco (el niño no tarda en perder interés en él y después será reemplazado por otros juguetes y objetos) sino por la idea de lo "mío". El juguete se convirtió en parte del sentido del ser, del yo del niño.

Sucede lo mismo a medida que crece el niño, el pensamiento original del "yo" atrae a otros pensamientos: viene la identifica­ción con el género, las pertenencias, la percepción del cuerpo, la nacionalidad, la raza, la religión, la profesión. El Yo también se identifica con otras cosas como las funciones (madre, padre, espo­so, esposa, etcétera), el conocimiento adquirido, las opiniones, los gustos y disgustos, y también con las cosas que me pasaron a "mí" en el pasado, el recuerdo de las cuales son pensamientos que contribuyen a definir aún más mi sentido del ser como "yo y mi historia". Estas son apenas algunas de las cosas de las cuales de­rivamos nuestra identidad. En últimas no son más que pensa­mientos sostenidos precariamente por el hecho de que todos com­parten la misma noción del ser. Esta interpretación mental es a la que normalmente nos referimos cuando decimos "yo". Para ser más exactos, la mayoría de las veces no somos nosotros quienes hablamos cuando decimos y pensamos el "Yo", sino algún aspec­to de la interpretación mental, del ser egotista. Una vez acaecido el despertar continuamos hablando de "yo", pero con una noción emanada de un plano mucho más profundo de nuestro ser inte­rior.

La mayoría de las personas continúa identificándose con el torrente incesante de la mente, el pensamiento compulsivo, prin­cipalmente repetitivo y banal. No hay un yo aparte de los proce­sos de pensamiento y de las emociones que los acompañan. Eso es lo que significa vivir en la inconciencia espiritual. Cuando se les dice que tienen una voz en la cabeza que no calla nunca, pregun­tan, "¿cuál voz?" o la niegan airadamente, obviamente con esa voz, desde quien piensa, desde la mente no observada. A esa voz casi podría considerársela como la entidad que ha tomado pose­sión de las personas.

Algunas personas nunca olvidan la primera vez que dejaron de identificarse con sus pensamientos y experimentaron brevemente el cambio, cuando dejaron de ser el contenido de su mente para ser la conciencia de fondo. Para otras personas sucede de una manera tan sutil que casi no la notan, o apenas perciben una corriente de alegría o paz interior, sin comprender la razón.

"Una Nueva Tierra", Eckhart Tolle.
Imagen laberintodeandrea.blogspot.com