“El medio mejor para hacer buenos a los niños es hacerlos felices.”
Oscar Wilde.
La
infancia es en ese tiempo en el que sucede una bonita paradoja, somos
capaces de construir los cimientos más fuertes en la menor cantidad de
tiempo, sin apenas darnos cuenta. A los cuatro años ya se ha comenzado a definir nuestra forma de ser. De ahí en adelante lo que resta es desarrollar o frenar el inercia que hemos cogido en nuestros primeros años.
La infancia deja marcas que duran para siempre. Son huellas indelebles que se reflejan principalmente en la actitud hacia nosotros mismos y hacia los demás. Sin embargo, algunas de esas huellas son más persistentes y profundas, debido al gran impacto que causan en la mente del niño.
A continuación, te hablaremos de tres de esas marcas que interiorizamos durante nuestra infancia y ya no se borran.
La imposibilidad de confiar desde la infancia.
Cuando el niño es defraudado o traicionado reiterativamente por sus padres o cuidadores, difícilmente puede confiar
en el resto de personas o, incluso, en sí mismo. Tendrá que luchar
mucho contra esta tendencia a la desconfianza para lograr establecer
vínculos de intimidad con otros.
Al niño se le defrauda cuando se le prometen cosas que no se pueden, o no se quieren, cumplir.
Para ellos es importante que se le entregue el juguete que se le había
prometido, si obtenía un determinado logro o llegado un determinado
momento, que se le lleve al parque cuando dijeron que lo harían, o que
le dediquen el tiempo que tanto le han prometido dedicarle.
Este tipo de actos pueden pasar desapercibidos, o no tener importancia, para los adultos. Pero para el niño representan un aprendizaje acerca de lo que se puede esperar, globalmente, de las figuras cercanas.
Si el niño observa que los padres mienten, aprenderá que la palabra carece de valor.
Le costará entonces creer en los demás y esforzarse por hacer de su
propia palabra algo confiable. Esa marca implicará que, durante su
desarrollo, tenga grandes dificultades para estrechar los lazos con los
demás y para llegar a construir una verdadera intimidad -refugio- en el que se sienta seguro con alguien.
El miedo a ser abandonado.
El niño que se ha sentido solo, ignorado o abandonado, comienza a creer que la soledad es un estado completamente negativo
y puede optar por tomar uno de dos caminos: o se hace excesivamente
dependiente de otros, buscando constantemente a alguien para que le
acompañe y le proteja, o renuncia a la compañía como medida de
precaución frente al sufrimiento de un potencial abandono.
Aquellos
que toman la senda de la dependencia, llegan a ser capaces de tolerar
cualquier tipo de relación con tal de no sentirse solos. Creen que son completamente incapaces de sortear la soledad y por eso están dispuestos a pagar cualquier precio por la compañía.
Quienes
escapan del miedo al abandono por la vía de la independencia a
ultranza, se tornan incapaces de disfrutar de la cercanía afectiva de
alguien. Para ellos, amor es sinónimo de miedo. Cuanto más afecto sienten por otra persona, más crece su ansiedad y su deseo de escapar.
Son el tipo de personas que rompen vínculos entrañables para dejar de
sentir la angustia que les provoca una eventual pérdida de la figura
amada.
El miedo al rechazo.
El niño que ha sido permanentemente cuestionado y descalificado por sus padres suele convertirse en un enemigo de sí mismo. De esta manera, desarrolla un diálogo interior en el que la constante son los auto-reproches y las auto-recriminaciones.
Este
niño, en su vida adulta, probablemente jamás se va a sentir conforme
con lo que haga, lo que diga o piense. Siempre va a encontrar la forma
de sabotear sus planes y le va a ser muy complicado aceptar que también
tiene virtudes y aciertos. Sentirá que no merece el afecto, ni la comprensión de nadie y que sus expresiones de amor hacia los demás carecen de toda validez.
Por
lo general, se convierten en adultos aislados y huidizos que sienten
pánico en situaciones de contacto social. A la vez, son extremadamente dependientes de la opinión de otros. Ante la más mínima crítica de los demás, se desvalorizan por completo, ya que no saben distinguir una observación objetiva de un ataque personal.
Si además de rechazado, el niño también es humillado, las consecuencias son más graves. Las humillaciones dejan sentimientos de ira no resueltos, que se trasforman en una sensación de impotencia continua, y que muchas veces dan lugar a personas tiránicas e insensibles, que también buscan humillar a los demás.
Las
marcas que dejan esas experiencias de infancia son muy difíciles de
modificar. Sin embargo, esto no quiere decir que no se puedan matizar o
decantar para convertirlas en algo más positivo. El primer paso pasa por
reconocer que están ahí y que deben ser trabajadas para que no
determinen por completo el resto de nuestras vidas.
Escritora y
periodista colombiana.
Ganadora de varios premios de crónica y de
gestión cultural.
Algunas de sus publicaciones son "Inventario de
asombros",
"Humor Cautivo" y "Un duro, aproximaciones a la vida".
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